La nubosidad de la ensoñación aún invade el cuerpo completo. Lentamente comienzan a tiritar los párpados, tiritar suavemente para encogerse luego, uno primero, el otro después, para destapar los ojos y regalar la primera mirada del día.
Al despertar todo es nuevo y confuso, difuso. La luz penetra por todas partes, encandila. Mueves un dedo, luego el otro y el calor entre las sábanas es el primer indicio, la bocanada de aire entrando por la nariz mientras te estiras es la confirmación. Y es que su olor es único en el mundo, inseparable de la tibieza de su piel, más como el pancito saliendo del horno que como ese olor dulzón que la gente suele describir.
Surge la primera sonrisa, la automática, más real y más sincera que cualquier otra que pueda existir, porque es cien por ciento sensitiva, instintiva. Es el acto reflejo de aquellos dos estímulos, calor y aroma. La combinación perfecta del recuerdo de una noche, el regocijo de haberse entregado todo el uno al otro, de saber que no fue cualquier noche, fue una noche compartida, y sonríes.
Los pliegues de la frente, de un ceño fruncido producto de la luz que insiste clavarse en los ojos, comienzan a ceder cuando giras levemente la cabeza y lo ves. Y si creyeras en dios pensarías que esa imagen es un regalo del cielo, que el dueño de aquellos ojos que descansan cerrados no es más que un ser divino, un ángel. No existe perfección mayor que su propia calma y no hay mayor admiración que la de las cosas simples. Si pudieras controlar el tiempo, extender los segundos y poner pausa como un control remoto, podrías pasar eternidades en su contemplación, y lo miras sonriendo.
Pero se es ambicioso por naturaleza, y los sentidos siempre han sido cinco. Se tiene su calor que te invade, aquel olor inigualable, la imagen perfecta de su propia clama, que si te fijas con atención puede oírse suavemente, la oyes, su respiración. Tan distinta a la de horas pasadas, cuando la fricción de los cuerpos en movimiento la aceleraba sostenidamente. Ahora, con el alba, no es más que quietud, constancia, como el sigiloso rugido de las olas de un mar en calma, como los latidos, la sístole y la diástole que lo convierten en real, de carne y hueso, tibio, inseparable de su arma de recién horneado.
Sólo resta culminar el descubrimiento matutino, probarlo. Porque de la fijación oral nace todo deseo, es inevitable probar el elixir de sus labios, besarlo. Juntar tus labios con los suyos y degustar una mañana compartida, hasta sentir como lentamente comienzan a tiritar sus párpados, tiritar suavemente para encogerse luego, uno primero, el otro después, para destapar sus ojos y regalarte la primera mirada del día, con un beso, el beso de buenos días. Porque despertar es como nacer, o renacer, y así, existen mañanas de camas vacías y existen éstas, las otras, las mañanas con beso de buenos días.
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